Viejos grupos, entradas de lujo
Lucro indecente, memoria e identidad rockera
Entradas de Metallica a 100 pavos. Entradas de Kiss a 90 pavos. Entradas de Ozzy a 100 pavos. Las de abajo. Entradas VIP, entradas para que te firmen un póster los miembros del grupo. Entradas con camiseta, con bolígrafo, con gorra y vaso de cerveza firmados. Entradas para ver a los mendas en su camerino, para ver ¡la puta prueba de sonido! Entradas a 300 pavos, a 500, a 1200 euros. Al precio de dos salarios medios. La creatividad musical de antaño aplicada al marketing. La burbuja de las entradas, la estafa, el mercado, la madre que los parió.
¿Qué pasa, gente? ¿Cómo puede el rocanrol haberse convertido en esto? Qué poco acertaba Rosendo quejándose de que el rocanrol es un arte. El rocanrol es un negocio, amigos. Nacido en los barrios obreros, en ciudades feas e industriales como Birmingham o de las manos y gargantas de gentes desclasadas y, en general, herederas de pulgas y mugre, sus seguidores creyeron (creímos) que identificar rocanrol y conciencia de barrio, de fábrica o de voluntaria marginalidad era un acierto. Y resulta que con el paso de los años, muchos seguidores, con nuestras tripas cerveceras, nuestras calvas incipientes o ya plenas, nuestro lenguaje plagado de acentos proletarios, orgullo de ética taleguera y adoración de los ritos de la rebelión estética hemos quedado como idiotas. Nos dejaron tirados. Eran fieles a Gene Simmons, no a nosotros. Su rebeldía era una escalera para salir de la miseria, organizar una vejez viajando en avión privado y darse una vuelta en un crucero. La autenticidad que defendimos con uñas y hostias era solo una tarjeta de fidelidad a la marca del grupo.
Descubierto el pastel, nos quedan pocas alternativas. La de cagarnos en sus muertos no está mal, lo reconozco. El asunto es que a ver quién se quita de la cabeza aquello que formó parte de nosotros. Renunciar a escuchar Run to the hills o For whom the bell tolls no es opción para muchos. Hacer trizas discos de vinilo o venderlos para reinvertir en Spotify e hincharnos de insípido pop o de bizarro trap, olvidando un pasado tenebroso y tratar de que nuestra descendencia no caiga en el mismo error fetichista suena bien, pero llegados a cierta edad igual da pereza cambiar de bandera. Pasar por el aro da grima, pero parece irresistible volver al calor de la tribu en la que tan bien lo pasamos en una competición de recuerdos. Yo los vi en el estadio del Rayo; Yo en el Moscardó, que tú no habías nacido; Yo los he visto diecisitete veces; Pues ya son ganas, que lo mío no es pa tanto; Porque tú vas de palo. Aun así, qué poca actitud de rocanrol la de mirar permanentemente al pasado.
Dar un salto hacia adelante, entonces. Criticar a los grandes del asunto, llamarlos dinosaurios y apostar por jóvenes (o no tan jóvenes, pero primerizos) en el tema. Podría valer, claro. Kill your idols y todo eso. Que habrá que probar, claro, pero es actitud militante. Solo quien está metido en el fregado del rocanrol hasta las corvas es incapaz de ver que, en general, se trata de comparar a dios con un monaguillo. Bandas nuevas que imitan las fórmulas de los ancestros pero que no han inventado nada ni han compuesto himnos generacionales, al menos aún. Entretenidas, sí, pero a años luz. Y no os engañéis. Si por raro azar lograran arrasar entre el pueblo soberano, dentro de veinte años vendrán entradas para un concierto en holograma en tu salón. Eso sí, dan la pátina de autenticidad perdida. Ya escucho los gritos de traidor de los compañeros del metal, últimos defensores de la barricada cuando todo el mundo ha desertado.
Porque es esto, amigos, ni más ni menos. Mantenerse fiel al rocanrol era un gesto generacional. Fue nuestra música de juventud. Fue nuestro grito de rebeldía; lo defendemos y añoramos. Por eso algunos pagan lo indecible por acabar la colección de cromos que dejaron pendiente. Por eso otros, que antes nos miraban con desprecio, se acercan a ver si sienten algo parecido, como quien mira cuadros de reyes en un museo a ver si le conmueven. Y resulta que esa generación es diana para las ventas. Si sumas los de siempre y añades a los que la movida les suena de su época más alguno que se ha sumado hace poco, las entradas vuelan. Incluso las de mil pavos. Si completas el panorama con unos cuantos intermediarios (¿y quién no lo es el pleno capitalismo?) y añades algo de gestión turbia, el espectáculo está garantizado.
Pataleemos con nuestras botas de vaquero, maldigamos en las redes sociales con gifs animados de James Hetfield ahorcado y juremos dejar de ir o colarnos masivamente con los cinturones de balas en ristre (nadie lo propone, qué pena). Claro que sí. Es una estafa. Lo malo, lo realmente malo, es que cuando no estén estas bandas habrá terminado del todo una época. Y esa época era la mía. Ya me jode.
Suscribo palabra por palabra.