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Adiós al maestro

Tiene algo de heroico, de otros tiempos, ver a las gentes de la periferia tomar al asalto el barrio de Salamanca para celebrar a uno de los suyos. Vallecas, La Elipa, Moratalaz, Usera, Villaverde, Tetuán, por supuesto, Carabanchel, zonas obreras representadas por tipos con callos en las manos, corazón de rocanrol y acento marcadamente madrileño. Rosendo es uno de los suyos y la ocasión no se desperdicia. Junto a él, el Rafa y el Mariano, así, sin apellidos, sin grandes títulos más allá del de la persistencia en el camino de un estilo musical que fue bandera cuando lo urbano hacía referencia a lo que se vivía en las calles y no a las poses copiadas del Harlem o vaya usted a saber qué parajes yanquis.

La peña se detiene en los bares y en las bodegas de alrededor, con esa pose orgullosa frente a la mirada de los guindillas, que hoy hacen la vista gorda ante el correr de la cerveza en la vía pública. Tardan en entrar, porque de telonero actúa el único signo de debilidad que hemos visto en el Rosen: meter a su hijo como telonero, que pinta más bien poco. Rodrigo lo intenta, pero ni su estilo acompaña ni la gente está por la labor. Si acaso, tímidos movimientos con “A remar”.

Y salen los tres tipos al escenario. Y el Palacio se viene abajo. Ovación cerrada y primeros coros conjuntos gritando el nombre del prejubilado.

Dice Rosendo que su lista de canciones es fácil: veinte temas más o menos, de los cuales más de la mitad están ya marcados por el gusto del personal. Cómo dejar fuera “Flojos de pantalón”, “Agradecido”, “Pan de higo”, “Cosita”… A eso se le añaden algunos del último trabajo que tenga (más bien pocos, que hoy es día de homenaje más que de presentaciones) y lo que los músicos quieran.

Es la ceremonia de la sencillez: cuatro acordes, tres mendas haciendo rocanrol y llenando un escenario sin recursos de show demagógico. Aquí no hay hologramas, vídeos espectaculares ni zarandajas. Sonido más que decente y palante. El pueblo disfruta y Rosendo aparenta cansancio pero da tralla sin cesar. No es amigo de discursos y lo dice (“No se me da muy bien esto de hablar y no me gustan las despedidas”). Su rollo es otra cosa. Es su Fender y unas letras que muestran esa agudeza de los del barrio, de los que saben que la cosa consiste en fustigar al poderoso y ponerse del lado de los humillados. Luego, cada cual que interprete lo que quiera.

Apenas dos horas dura el asunto, tan discreto, tan de su estilo, que no parece una despedida. Ni hay invitados especiales ni pasa nada raro. Suena “El tren” y los tíos duros de los barrios se estremecen, recordando un pasado en que teníamos menos barriga, más pelo y, probablemente, más dignidad.

Y el asunto se acaba. “Maneras de vivir”, el himno, sacude que da gusto. Ya está. “Qué desilusión”: el rocanrol es un arte. Y Rosendo se pira. No para siempre, casi seguro. Pero deja la carretera y quién sabe si estos recintos situados en el corazón de la bestia que un día como este se ponen a los pies de uno que fue muchacho de barrio y llegó, quizá a su pesar, a maestro de muchos. Disfrútalo, Rosendo.

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