TURBO ROCK SANTANDER

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Los Fellows enamoran al personal, y los Mudhoney lo despedazan

Turbo Rock, Sarón (Cantabria), día 2. Estoy en el piltro, sólo medio despierto cuando suena el teléfono móvil. “En 15 minutos en la mesa. Sales de Saro dirección Santibañez. Al llegar a Villacarriedo, tras cruzar el puente, la primera a la derecha, restaurante Las Piscinas. Duchadito, a poder ser”. Obedezco. Ducha rápida, ibuprofeno, diez minutos de carro recorriendo un anuncio de Milka con los Byrds a todo trapo en el loro y, por una vez, llego a mi destino siguendo el camino más recto. Lo que viene a continuación, madre de dios, merece un punto y aparte.

Sepa el lector que el desplazamiento al Turbo Rock estaba organizado por mi colega el Frankie, un tipo íntegro, cabal y poco amigo de la chorraíca postmoderna. Y si resulta que después de una noche de farra el Frankie tiene que ajuntar a dieciocho mendas para que repongan fuerzas, ni se le pasa por el cholo organizar un brunch o cualquier otra cursilada por el estilo; lo que en Las Piscinas –ese bendito templo– nos esperaba era el puto desayuno de los campeones, ni más ni menos, una verdadera bacanal sólo apta para paladares refinados y estómagos de cuero. Para arrancar, en ayunas, la proverbial cervecita, glop, glop, glop, ahhhh. Vamos con los entrantes: escabeche de ventresca –el más fino que he probado en mi vida, de morirse– y con él una copita de vermú. Abránse los vinos, blancos y tintos, que comienza el desfile de platos: queso de las Jarradillas, jamón ibérico, judiones con hongos, huevos fritos con foie… Las viandas necesarias para que entre los comensales fuese medrando cierta camaradería –el espíritu de los correligionarios, que se dice–, mientras comentábamos los bolos de la noche anterior y hacíamos apuestas sobre lo que cabía esperar del cartel sabatino: “por mis huevos peludos que el premio se lo llevan los frescales de los Fellas. Brindo por ello, compadres, en pie y todos a una… ¡Vacíemos las copas!”–. Que si tal y cual, que si esto y lo otro, que si patatín y patatán y que traigan por favor los segundos: chuletón de vaca vieja a romper y, en el caso de quien esto escribe, un costillar de lechazo asado, no estaba el día como para andarse con zarandajas. Si no lloré de la emoción fue porque en el sitio del corazón tengo un tubérculo agusanado, pero no miento cuando afirmo que fue el mejor condumio del año. Tres horas y media moviendo el bigote, gozando a dos carrillos y rodeado de compinches de la más gañana alcurnia. Arroz con leche, café, orujo y a dormir la siesta como un hidalgo, que a la noche –no se nos olvide a santo de qué viene esta crónica– pintan rocanroles.

Cuando llegamos al recinto del festival, a eso de las nueve, aún estábamos todos acabando la digestión. Esto y la avanzada edad de la tropa –que está ya más para vivir del cuento glorioso de las batallitas pretéritas que para lanzarse cuchillo entre los dientes a por nuevas aventuras–, nos hizo optar por unos digestivos Gin Tonics en los baretos de los alrededores, mientras aguardábamos a que les llegara la vez a las letras gordas del cartel –si algo me jodió, joder, fue perderme a Los Chicos–. Aunque el sábado hubo más público, en el Mercado de Sarón se seguía estando a gusto, y no fue necesario pelear para llegar a primera fila minutos antes de que los Young Fresh Fellows saliesen al escenario. Circulaba el rumor de que habían llegado cansados del bolo de Valencia, pero los Frescales dejaron claro desde el primer momento que habían venido a pasarlo en grande y a montar la de dios es cristo:

–¡CA-RA-JILLO! ¡CA-RA-JILLO! ¡CA-RA-JILLO!…

Los de Seattle aparecieron ahí arriba entonando este peculiar grito de guerra y al segundo se habían metido a la peña en el bolsillo. Nunca antes había visto en directo a los Fellows, mis expectativas eran muy altas, y no quedaron defraudadas. Lo que se montaron en Sarón los cuatro colegas fue un fiestorro en toda regla. La clase de los Fellows se da por supuesta –denominación de origen northwest–, su cóctel de rock & roll, garage y power beat tiene todo lo que hay que tener, y vérselo agitar en directo la otra noche fue, la verdad, un privilegio: a su prestancia, de sobras conocida, hay que sumar una personalidad como banda honesta y expansiva, llana y llena de sentido del humor. Su sentido del espectáculo me hace pensar en ellos como en unos hijos rockeros de los hermanos Marx –con ese punto deliciosamente chiflado que aportan Kurt Bloch a la guitarra y Ted Hutchinson a los tambores–, pues son los Fellows uno de esos grupos capaces de reírse hasta de su sombra sin dejar de creer a muerte en lo que hacen –ironías del mejor rock & roll–. Durante un par de canciones me dediqué a disparar las pertinentes instantáneas y luego envié a tomar por culo el mundo y me subí al tren del juergazo que se montó en primera línea. Cayeron entre otras, a ver que me acuerde, “Hillbilly drummer girl”, “Rock & Roll Pest Control”, su primorosa lectura del “Picture Book”, el “Strychnine”… Vamos, que ellos no se guardaron nada y el nene lo dio todo, y cuando, tras los bises, se retiraron definitivamente, me dejaron gritando a voz en cuello aquello de: “¡Más madera! ¡Es la guerra!”.

Pero el subidón fue un espejismo y unos minutos después me derrumbé, agotado. Cuando les llegó el turno a los Soundtrack Of Our Lives yo ya estaba ahíto. Sinceramente, los programadores les hicieron un flaco favor colocándolos a continuación de los YFF. Después de la borrachera de espontaneidad y pura diversión que había sido el bolo de los norteamericanos, los suecos me resultaron algo tiesos, almidonaditos –y mira que otras veces me habían gustado–. Parecían una banda de madelmanes rockeros recién salidos del blíster, si se me permite la mala hostia. En fin, que apenas les hice caso durante un par de temas, esa es la verdad, pero he de decir que a mis colegas Yves y Manolo, que sí metieron la cabeza en la boca del lobo durante su actuación, el concierto les moló.

Lo de los Mudhoney fue otra cosa, y a mí, aunque me pilló ya muy justito de fuerzas, me pareció inmenso. Garage grunge surgido de la fragua que, en directo, se volvió aún más colosal, más hiriente, más obcecado. Martillo pilón, arista afilada, volumen brutal… Aguanté lo que pude, en seis o siete temas me hicieron picadillo los sesos y ya no fui capaz de asimilar nada más, pero debe quedar dicho que los autores del mítico “Superfuzz Bigmuff” hicieron alarde de un excelente estado de forma, dejando claro que están vivos y bien cabreados.

Y se acabó lo que se daba. La gente se fue marchando, poco a poco. Mi colega Yves y yo nos quedamos dando sorbitos a nuestros Gin Tonics, ya se sabe que aguantar hasta última hora por si cae algo es para los solteros un mandato divino –y el Yfo y yo, si de algo podemos preciarnos, es de ser unos cristianos ejemplares–. Nos fuimos de allí cuando no hubo más remedio, barridos al exterior por las señoras de la limpieza.

Al salir a la calle comenzaba a clarear y, cogidos del brazo y seseando, nos fuimos a plancharla más contentos que unas pascuas.

–Se acabó el festival, chaval, un último brindis para celebrarlo –aún íbamos copazo en mano.
–Se acabó el festival y con él el puto verano. Dios, necesito parar, sigo así un día más y la palmo…
–Ya, ya, y en vez de incinerarte te flambeamos…


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